1.
“Puede tardar días o años, o puede ocurrir en cualquier momento, pero si una grieta ha de encontrar su camino, lo hará”. Stella Rahola Matutes realiza esta afirmación sobre el destino inevitable de una fractura mientras sube las escaleras de su estudio. Carga con un tubo de vidrio de unos 75 centímetros de largo y veinte de diámetro para su próxima instalación. La pieza tiene una grieta de otros treinta centímetros, y esta ha emitido un sonido muy particular durante el breve ascenso en la estructura metálica del edificio; no ha sido el ‘cling’ limpio del cristal que se sostiene unos segundos en el aire de una copa de champán. Es un sonido más seco y estridente, un chillido que anuncia la eventual certeza del avance de la grieta.
Unos peldaños por detrás de ella, me pregunto si en la bolsa de supermercado llena de vidrios que transporto yo —también rotos, defectuosos, objetos fallidos que nunca cumplieron la función que se les suponía– estará grabada también una fecha fatal, una grieta con poder de voluntad a punto de completar su propósito en el tiempo.
2.
“Tranquilo, están bien”. Acabamos de pasar un bache en la carretera que nos lleva de regreso a Barcelona, y del maletero ha llegado un coro de quejidos de nuestro botín de vidrio roto. Me disculpo pensando que mi torpe conducción haya provocado nuevas e indeseadas fracturas, pero Stella me asegura que no debo preocuparme. Me he ofrecido a acompañarla a buscar material a un taller de soplado de vidrio en Capellades, a unos cincuenta minutos de Barcelona. A lo largo de su trayectoria artística, Stella ha establecido una relación de colaboración con un número de talleres de soplado de vidrio, y en su metodología de trabajo la búsqueda de material supone el inicio del proceso creativo. Stella visita periódicamente unos cuantos talleres con los que ha establecido una relación de carácter casi simbiótico: ella obtiene material para sus instalaciones —piezas rotas durante la producción, accidentes, descartes, intentos fallidos o simplemente la merma que se genera en cualquier proceso artesanal o industrial—, y ellos se deshacen de una basura para la que, dado su bajo volumen de producción, no existe en España ninguna planta de reciclaje.
La fobia a los objetos cortantes es tan común que incluso se le ha asignado uno de esos términos clínicos con raíces griegas, aicmofobia. De acuerdo con este innato instinto de supervivencia, en el taller de Capellades trato de mantenerme apartado del trabajo, en parte también para no estorbar, mientras Stella revisa el botín de vidrio que Ferran Collado ha ido acumulando en un contenedor desde su última visita. Fundado en 1920 en el barrio de Sants, Vidres Collado es uno de los pocos talleres que quedan de soplado artesanal en Europa, y Ferran es la tercera generación de una familia dedicada al oficio, con una cuarta, su hijo de ocho años, practicando ya rudimentos como el estirón y los primeros soplados.
Como toda protección, Ferran me pasa lo que parecen unas sencillas gafas de sol con cristales amarillos. Debo ponérmelas para mirar la llama de un soplete con la que calienta un gran tubo de vidrio de cerca de dos metros, y que alcanza una temperatura de 1.500º. El aparente poco cuidado con el que maneja las piezas de vidrio ya enfriadas o con el que retira esquirlas de la superficie de una mesa de trabajo puede definirse como soltura o seguridad, o tal vez sea un conocimiento íntimo de los límites del material. Es una maestría que, observada en primera persona, valida la definición del artesano como un nexo entre el arte e industria, entre el impulso creativo y la necesidad creadora.
La clase de vidrio que se trabaja en este taller es muy concreto: su nombre técnico es borosilicato, aunque es más conocido por el nombre comercial de algunas de sus variantes, como Pyrex o Duran. Inventado en 1887 por el químico alemán Otto Schott, la principal diferencia con el vidrio común que se lleva fabricando 3.500 años es que al sílice (óxido de silicio, el segundo elemento más abundante en la corteza terrestre después del oxígeno) se le añade un porcentaje de boro. Esta composición química lo convierte en un material con una mayor resistencia química y térmica; resiste mejor los golpes, se adapta a temperaturas extremas de entre -40° y 300°, y soporta choques térmicos —cambios bruscos de temperatura — de hasta 220°.
3.
“Para mí, la fragilidad es un material”, apunta Stella. Desde hace años, trabaja con borosilicato como materia prima principal de sus instalaciones y esculturas. Interesada en la relación del artesano —más que la del artista— con la materia: “El vidrio es un material muy contradictorio”, afirma. “En él se unen el calor y el frío. Es muy seductor, pero corta. Es errático y amorfo”.
Más allá de las características químicas que determinan su uso, la diferencia principal entre el cristal y el vidrio es su estructura. En el cristal se organizan de forma ordenada y repetitiva. El vidrio, en cambio, se crea cuando materiales sometidos a altas temperaturas (principalmente arenas y rocas con una alta concentración de sílice) adquieren un estado viscoso y se enfrían tan rápidamente que sus moléculas no tienen tiempo de organizarse en una estructura desordenada y simétrica. De hecho, en ciencia se explica que el vidrio no es ni un sólido verdadero ni un líquido verdadero, sino una fase híbrida que combina cualidades de ambos estados. Definido como “estado no clásico de la materia” o como un “líquido rígido”, el vidrio es materia en no-equilibrio que parece presentar un trastorno de identidad disociativo; un sólido amorfo cuyo último destino “en el límite infinito del tiempo” es cristalizarse.
“Trabajo buscando el límite de los materiales”, explica Stella. A lo largo de más de una década de trayectoria, ha experimentado con diferentes materiales. “Al principio —explica—, los procesos que utilizaba eran mucho más manuales, más físicos. Tenían mucho que ver con la artesanía: la porcelana, el papel, el hormigón, los encofrados… Todo lo que he hecho ha sido siempre superhiperfrágil. Las piezas se rompían al embalarlas”. El uso del borosilicato permite a Stella mantener un vínculo de esta primera etapa, con la confianza del conocimiento háptico –de la percepción del tacto–, de los sentidos. “Con este material puedo hablar tanto del conocimiento manual como del conocimiento científico; sus diferentes facetas y sus contradicciones”.
4.
“A veces, necesitas la crisis”. La crisis, real o metafórica, es una constante en la trayectoria de Stella. Un acelerante, en ocasiones fortuito y en otras buscado, que alimenta el motor creativo e impulsa su evolución. Stella lleva unos meses trabajando en Hangar, antigua fábrica textil donde está su estudio, preparando La Biblioteca. Ha concebido La Biblioteca como una oportunidad para mostrar el material con el que trabaja desde diferentes perspectivas, así como su forma de catalogarlo e indexarlo. Pero una biblioteca es, además, un espacio físico, una construcción, un edificio o al menos una habitación, y Stella es, además de artista, arquitecta.
Mientras cursaba Arquitectura en la Universitat Politècnica de Catalunya, Stella empezó a colaborar con diferentes estudios, pero entonces sucedió una primera crisis, exógena y relacionada con el ambiente político heteropatriarcal del mundo de la arquitectura institucional. En 2003 decidió entonces interrumpir sus estudios en Barcelona para solicitar una beca, viajar a Suiza y estudiar junto al arquitecto Peter Zumthor, quien por entonces era bastante desconocido. Nacido en Basilea, Zumthor vivía en un pueblecito muy pequeño en el cantón de los Grisones, en el extremo oriental de Suiza. Formado inicialmente en la artesanía —ebanistería, como su padre—, Zumthor se distingue por una aproximación mística a la arquitectura. Daba clases pero no tenía intención de pisar las aulas de la universidad, así que sus talleres tenían lugar en un antiguo hospital; más concretamente en el sótano (el lugar que, como todo el que haya visto una película de terror sabe, es donde los hospitales tienen la morgue). “Aquel sótano era una república aparte. El primer día nos dijo que no le gustaban los planos, que la arquitectura no era bidimensional”. Lo que los estudiantes debían hacer eran maquetas, explica Stella: “La maqueta tenía que ser arquitectura, no solo representar la arquitectura a una escala volumétrica. Eran maquetas enormes. La maqueta tenía que expresar lo que era en el sentido más intrínseco, y debía estar hecha de los materiales que la hicieran ser. Por otro lado, la maqueta debía responder a lo introspectivo, hablar de ti”.
Acostumbrada a trabajar hasta entonces las maquetas apenas con cúter y cola blanca —“¡En aquel taller de maquetas se fundía plomo!”—, Stella se sintió fascinada por aquella aproximación matérica a la arquitectura. Dos años después, regresó a Barcelona, y si bien completó sus estudios de Arquitectura, alquiló también un estudio donde realizar investigaciones materiales y dar continuidad a la experiencia suiza. “Sin un objetivo claro”, aclara. “Sin saber si tenía que ver con el diseño o con la escultura, pero sabiendo que necesitaba ese contacto físico con el material”.
5.
“Yo trabajo con mierda, con despojos, y además incompletos”. Las piezas que Stella recoge en talleres como el de Ferran Collado son solo posibilidades que no llegaron a ser, deshechos que combinan la fragilidad y la transparencia —la luz— para expresar su fracaso funcional con la amenaza de la grieta, el filo o la punta, con una belleza rota o deforme.
“Comencé con el vidrio reivindicando su materialidad”, dice. Por supuesto, el cristal y el vidrio ocurren en la naturaleza como producto de fenómenos extremos que involucran grandes cambios de temperatura y la transformación de estados de la materia: ocurre cuando un volcán escupe roca derretida, cuando un rayo cae sobre la arena del desierto o de una playa, o cuando un meteorito se estrella sobre la tierra. “En arquitectura el vidrio se utiliza cuando no quieres poner ningún material”, me explica. “Sin embargo, cuando se comenzó a construir con vidrio a principios del siglo XX, tenía unas connotaciones políticas y filosóficas enormes. Se suponía que el vidrio nos liberaría de las sombras; se le atribuía un componente higienista, de transparencia y honestidad. Servía para tener una relación con el exterior sin ningún tipo de barrera, para aclimatar un espacio interior pero seguir teniendo una relación visual con el exterior. Pero con el tiempo el vidrio ha pasado a representar la arquitectura capitalista de los rascacielos. De la transparencia ha pasado a su antítesis; ahora solo permite ver desde dentro hacia afuera. Es la arquitectura del control del poder económico. Nace dentro de una utopía y pasa a formar parte de una cultura perversa”.
En 2017, Stella se matriculó en el máster de Bellas Artes en la escuela Goldsmith de la Universidad de Londres. Tras esta experiencia, incorporó confrontación y crítica a su metodología, a lo que contribuyó también otra crisis, de nuevo exógena y en este caso global: la pandemia y el confinamiento, justo cuando acaba de ser madre, que la forzaron a reformular los procesos de trabajo y a reconciliarse con el diseño. “De repente tenía todo ese tiempo precioso, pero no podía ir al estudio. Debía cuidar de mi criatura. Mi trabajo ha sido siempre muy matérico, necesito el ensayo-error, relacionarme con el material. Así es como volvió a aparecer el ordenador como herramienta creativa, de trabajo. Antes mi obra era más visceral, más intuitiva. Con el ordenador, al trabajar bidimensionalmente, el proceso es más articulado, más mental. He recuperado cierta relación con la arquitectura y el diseño de artefactos. El diseño de la estructura es, en gran parte, la pieza. Pero eso no quiere decir que el proceso sea racional y lógico, sino que trabajo de una manera intuitiva y la reflexión viene después”.
6.
“Como Penélope: cosiendo y descosiendo”. Es el segundo día de montaje, y Stella y sus cuatro ayudantes han comenzado a construir la pieza principal de La Biblioteca: un gran tapiz de vidrio compuesto por el archivo de Stella, un muestrario de las piezas de borosilicato con las que trabaja. Pero una biblioteca, para ser una biblioteca, debe ser una construcción al tiempo material e intelectual; un espacio diseñado desde la arquitectura y cuyo contenido debe ser ordenado, catalogado e indexado de acuerdo con un criterio funcional. Stella y sus ayudantes han comenzado a tejer esta alfombra de borosilicato por los extremos, disponiendo y ordenando las piezas sobre el suelo de terrazo blanco y ocre de Dilalica. “Todas las alfombras están hechas de trama y urdidura. La urdidura es lo que le proporciona estructura. Los flecos que quedan en los extremos de las alfombras nos muestran esa estructura. La trama, en cambio, es libre. Es lo que le confiere el diseño”.
El extremo de La Biblioteca más cercano a la entrada del espacio se compone de varillas, probetas y otras piezas de laboratorio en alusión al conocimiento científico, y el más alejado lo forman las cañas, las barras de vidrio que se usan para trabajar el material durante el estirón y el soplado, en referencia al conocimiento manual. La transparencia del vidrio provoca que la instalación por momentos y, según cómo incida la luz, parezca una alfombra bidimensional, pero la pieza va ganando en volumen en la zona central a medida que Stella va cosiendo y descosiendo. El cosido y el descosido es, más que un mero paso en el montaje de la instalación, la etapa final de la creación. Stella debe decidir la disposición de las piezas en familias morfológicas, hacer y deshacer composiciones hasta encontrar la trama exacta de La Biblioteca.
En esta nueva instalación, además, Stella incorpora la fotografía como un nuevo medio artístico, con dos piezas de pequeño formato que ofrecen una mirada a la textura del vidrio. Por un lado, una proyección de ochenta diapositivas con fotografías de las piezas de vidrio de La Biblioteca “que han tenido una vida útil más corta, casi nula y, por tanto, dejan ver cómo es la materia prima pero también los primeros pasos del trabajo”. La tercera parte de la instalación son dos negatoscopios que muestran, a modo de un proyector de radiografías, la estructura de dos piezas muy distintas que hacen evidente los procesos de transformación del material con el que trabaja Stella: una esfera, la forma más elemental del soplado de vidrio; y una pieza más compleja y trabajada, donde se manifiestan las tensiones internas de la temperatura y la manipulación. “Mi herramienta principal es la escultura”, aclara. “Y en este tipo de obra fotográfica continúa habiendo mucho de manualidad. La fotografía también es un trabajo muy sensitivo, muy químico. Aunque tienes factores como el tiempo de exposición, la distancia focal, o la apertura, de modo que continúa habiendo espacio para ensayo y error”.
7.
“Aún sigue viva”, declara Stella. El segundo día de montaje le pregunto por la pieza que transportaba escaleras arriba hace justo dos meses. “Ahí está,” me señala. El tubo aún no tiene asignada ubicación, así que yace en los márgenes de la alfombra, sobre un pedazo de plástico de burbujas acompañado de otras piezas que también esperan a ser tejidas. Inspeccionada más de cerca, advierto que aquella grieta que anunciaba su destino es en realidad más compleja de lo que recordaba; es un sistema de grietas, una conjunción de voluntades que en algún momento —supongo— sincronizarán sus destinos en un efecto dominó de fractura.
La galería Dilalica, el espacio físico donde Stella diseña y monta La Biblioteca, no es el típico cubo blanco que actúa como continente neutral, sino que está concebido para interactuar con las obras expuestas, y registrar en el tiempo su historia expositiva. Stella usa esa característica del espacio como un elemento clave en la instalación. Con unas dimensiones de 12,4 metros de largo por dos de ancho —y que al final del montaje contará con un total de 1.713 piezas— la alfombra de La Biblioteca ocupa la mayor parte de la planta de la galería. Serán pocos los visitantes que podrán acceder al interior al mismo tiempo, apenas una quincena, y deberán hacerlo arrimándose a la pared o a las columnas para pasar junto al vidrio sin pisarlo (y romperlo), con una incomodidad deliberada que traslada la propia dificultad que supone realizar un montaje de estas dimensiones.
8.
Le pregunto a Stella con cierta insistencia —en el viaje en coche, por email, por WhatsApp– si ha sufrido algún accidente medianamente serio manejando vidrio. Cuando vemos que alguien se corta —incluso solo con imaginarlo— experimentamos una respuesta reflejo, una reacción física de empatía en forma de grima y morbo, aversión y atracción. Algunos estudios de psicología cognitiva argumentan que la curiosidad mórbida es una estrategia evolutiva. Ese interés aparentemente insano por la muerte, la violencia o el dolor ajeno tiene un verdadero valor informativo sobre la realidad. Nuestra curiosidad responde así a un instinto animal de supervivencia: lo que podemos aprender de estos hechos violentos tiene un mayor impacto psicológico —produce recuerdos más duraderos y cognitivamente más elaborados—, de modo que nos resulta de gran utilidad en potenciales situaciones de peligro.
“Todo el mundo que trabaja con las manos tiene sus experiencias”, me dice finalmente. Sus respuestas algo vagas y su empleo de eufemismos revelan cierto pudor. “La verdad es que he tenido algunos accidentes que me han llevado al hospital. Quemaduras importantes o problemas con el uso de materiales tóxicos”, dice por fin. Imagino que para un artista, igual que para un artesano, el peligro asociado a su trabajo no es algo de lo que presumir como una herida de guerra convertida en una medalla al valor. Es conocimiento. Un aprendizaje muy íntimo que establece una relación carnal con el material con el que se trabaja. “En el caso del vidrio… muchas piezas tienen puntas muy finas, así que, según cómo les dé la luz, las puedes confundir. Algunas veces me he pinchado y se me ha quedado un pequeño trozo de vidrio dentro. Así que he llevado ese trozo de vidrio en mí durante semanas”.